Perdón, no se si será cierto, pero así ocurrió.
23 hombres, entre de los cuales yo era el treceavo (no en órden de estatura, órden alfabético, órden de llegada, no, ninguno de esos, si no en longitud de duodeno (treceavo contando desde el primero (el que tenía el duodeno más largo pero el recto más corto) al último)), nos dirigimos a una España liberal del '63. No nos quedó otra que hacerlo a pie, así que mi travesía comenzó en Auswitch (no confundir con el campo de concentración, es una ciudad (aunque ficticia, pero posible dentro de Macondo) en Nueva Zelanda, por ende, era una ciudad Post Zealand). Fue una completa Odisea.
Desde el comienzo, cuando aún estaba en las entrañas de mi madre, supe que esto no tendría un desarrollo muy amigable, sin embargo, su climax y su desenlace lo hacen digno de este Racconto. Todo comenzó cuando abrí una lata (en esa epoca se vendían en latas porque eran más economicas luego de el cataclismo del '73 1/2) de mayonesa dentro de un block de croquis. Fue una mala jugada, puesto que el ketchup que yacía rancio dentro de el útero de un Jedi macho me trajo la maldición de 100 años y un día de cálculos vectoriales trigonométricos en órden ascendente desde el 3.1414 hasta el 8 millones y Carlounidad de agua de soledad. Decidí, entonces, que lo mejor sería abandonar la comarca, de forma lenta y dolorosa, solo para prender un Mac (pero con el sistema operativo de un GNU (software libre)) en Philadelphia. ¿Quién lo supondría? Había encontrado el amor, así es, yo, encontrando el amor en un picaporte sonriente, que solo quería crecer y ser una cerradura con llave de seguridad. Negándole mi apoyo, y con todo el dolor que esto significó, cruzé los Andes en trineo tirado por una cantidad innumerable de judíos, judíos acelerados por celebrar Hanuka en agosto. Sí, en agosto, al parecer, esos 400 nalgazos en órden espacio-tiempo habían causado un desequilibrio en el calendario Gregoriano, por lo cuál el calendario Musulmán sería el más verídico, luego de el Olmeca, el Chino, el Chileno, El Schileno, el Suizo y el Canadiense, seguido por el autocombustivo calendario Klingon. Dentro de este período, fue cuando quedé atrapado, aunque por accidente, en el estomago de un Rinoceronte Gigante Griego. Ya dentro de su estomago, la única salida aparente sería hacer una incisión en su oreja, pero al verme tan limitado en mis movimientos, tuve que hacer la incisión a base del crecimiento de la uña de mi dedo meñique del pie izquierdo (el cual perdí en un accidente de tránsito y gané en una apuesta contra un Motumbo Judío). Hicimos un festín de 38 horas, cada una contada con reloj de arena, por lo cuál le tuvimos que agregar una dosis de armadillos rabiosos y tres armenios sin gracia.
Ya habíamos sido perdonados.
Volví, así fue, dentro de 37 años a lo que solía ser mi hogar. Un lugar demacrado, sin color pero con sombra, ilógico e irremediable. Nuevamente logré finalizar mi quinto libro: Cómo desesperar a un gato en 20 pasos o morir (sin gracia pero con gloria) en el intento. Nadie lo leyó, así que la cultura acuático-americana se vió despojada de su esplendor, por lo cual recordé que, en los Andes, una mujer de aspecto salvaje, un salvajismo atrayente, me dijo: "Cada oveja con su pareja", así que, finalmente, llegué a la conclusión de que en este mundo (realista mágico-maravilloso/onírico) no se puede estar solo. Así como los quarks se hayan en la naturaleza en parejas o en tríos y no de forma aislada, así como el enchufe hembra no tiene sentido sin un enchufe macho, así como el cuchillo es cuchillo aunque lo ocupe para servir el pan o para cometer asesinato, los seres humanos nos vemos obligados a compartir o perecer en el intento.
Si, así fue, lentamente, con el pie derecho adormilado pero con más vitalidad en cada uno de mis miembros, sin incluir cada una de mis extremidades, saltando en un monociclo sin ruedas, mi llegada final a la Asia Meridional con la que alguna vez yo y tu madre soñamos. Pero no era como la había esperado; setecientos cincuenta y tres caballos cojos, a razón de tres piernas por cola y cuatro colas por cabeza, pastaban en planchas de acero reciclado por fundición, pero que no era más grande que la cabeza de una aguja. Lo siento por ellos, porque los enanitos que vivían en sus dientes indefensos quedaron ante la magnanimidad de semejante acto, acto fortuito y penado por la ley, que solamente tres colombianos en Brasil, ayudados por dos rusos semitas y un taiwanés negro, podrían evadir si fuese martes en la noche, preferentemente en un día 23, o 15 si el año es viciesto, incluso 4 si no se da que el tercer hombre nacido en julio posea más de cuarenta y tres dientes, incluyendo veinte frontales y más de cinco en la mano.
¿Quién lo hubiese pensado? Todos fueron detenidos; la explosión alertó a cada pobre y desamparada alma en cada rincón del vacío cuántico tapado por el dedo anular de siete monos radioactivos. Pero si no fuesen caminantes furtivos, muertos, con gran temor y agilidad, veracidad pura llena en los ojos, detenidos en la punta de la barba del gran Zeus; mi cometido sin lograr podría no haber acabado si yo no hubiese vomitado, ya por tercera vez este año, puerco espines del tamaño de un bus.
Pero salí, si, salí, ¿Hacia dónde? ¿Qué lugar en el mundo podría aceptar semejante genialidad comparable solamente con el deseo irrefutable de meter los dedos en la trituradora de comida cada veinticinco minutos de incesante combate armado en la organización internacional de la Haya, presidida por hombres casados y cansados? Claramente la respuesta a tal interrogante, si es que se plantea como tal, no sería otro lugar que Zimbawe, donde el Swahili se habla fluido y los ajíes crecen como pasto en la espalda de un burro. Pero, ¿Quién hubiese pensado, oh mi gloriosa musa, cuyo númen grandioso da fuerza a mis dedos, que aquél jóven caracol cuyo interior dañé con mis pestañas en otras épocas habría de maquinar mi muerte, lenta y sigilosamente, como un patizambo tratando de quemar madera con un trozo de hielo? Así pues, me alejé de tal plato de tallarines como cual ladrón de la policía, e incomodando a muchos hombres con miradas extrañas debido a mi párpado caído, caído en batalla. Batalla que jamás olvidaré, pues en esta perdí mi virginidad a manos de un fusil Winchester, que aunque viejo y oxidado apodaba Winnie, y de no ser por semejante ser, cuya conciencia supera dramáticamente la inteligencia tanto colectiva como penal de los treinta y trés mineros, dentro de los cuales se hallaban Tontín, Enojón, Feliz, Dormilón, Aristóteles, Socrates y Platón, mis acciones que, según muchos no apuntaban a nada ni nadie, finalmente lograron dar en esa mujer que no esperabas ver, aquella que puede ser tan linda como un atardecer o tan fea como la oración "Rotación ministerial de la palta promedio", golpeando tu ojo izquierdo con la furia de un león y la gracia de un cisne en vuelo siendo azotada por dos proyectiles que golpearon su cara y su abdomen, siendo este de un material más resistente que el wolframio pero a la vez más ligero que un buey.
Por eso los toros no pueden volar, su acción efervecente al contácto del agua lo haría una presa obvia ante semejante bullicio en un mundial contenido por las vuvuzelas de un sudafricano o las zafradas de un chileno muriendo de frío. Pero, ciertamente, ¿Sería válido? ¿Cómo saber, sin fecha de vencimiento? Efectivamente, podría tratarse de una estafa o robo hormiga, como podría tratarse de una antigua costumbre Checa, pero antes de las cinco, puesto que durante la merienda deben escupir, única y estrictamente en su boina más grande, siempre y cuando su color no fuese carmesí, puesto que podría tratarse de una ofensa en estado de sitio o estado de catástrofe, pero cumpliéndose que no haya ninguna persona, animal o planta parada en dos manos. Y si volar atenta contra esta regla, me declaro culpable de todo cargo; el ketchup rancio dentro de, esta vez, aquél alienígena bípedo de facciones tiernas pero mordida feroz, había finalmente calado cuantos-metros-sean en quién-sabe-cuanto tiempo.
Conservando aún mi comodín telefónico, y convencido de que la solución sería llamar a un ingeniero en minas, posiblemente un español, que de haber nacido de padre y madre latinos, no sería finalmente, un carbohidrato como todos pensabamos, no señor; cada vez que aquel timbre sonaba caerían copos de nieve del tamaño de Memphis en un embudo, siendo para mí el ancho y para ti el agudo. No, ya no mentiré más, dijo el reo cuando se le amenazó con cinco años más de cárcel, y sin dudarlo, levantó al pigmeo más cercano, y a modo de garrocha, lo utilizó para esquivar la lluvia de zancudos que emanaba de un expendio de papas fritas.
¿He despertado? Aún no, pues mi reloj marca las tres y veinte de la mañana y yo suelo despertarme a los seis, a menos que la biblioteca nacional alla cerrado por la extraña causa de un lacerado caracol gigante, y como ya supongo que supones, no, no se trata del mismo, si no de otro par de zapatos que tuve que cambiar en La Polar. Pero yo sé que aún te lo preguntas, te lo resumo en una ecuación de tercer grado con valor absoluto resuelta por un chino que no tiene nada que ver en esto:
Sí, volví a mi hogar, con pena aflictiva, sin ciudadanía ni nacionalidad, sin amor, sin penas ni glorias, casi como un cascarón vacío sin alma.
Casi.
No fue mi intención, eso solo surgió de forma espontanea e inexplicable. Pero como lentamente mis dedos se congelan en este cálido día de Siberia, todo lo que no quede escrito estará pendiente para cada rubio del país, natural o no, excepto si sus ojos son café.


Alberto Cortazar

(Desde Rusia con Amor, 3era edición, 199?, colaboración especial de Alberto Hawkings, Alberto Neruda, Alberto Aputiosico, Alberto Hitler, Alberto Castro*, Alberto Macintosh, Alberto Cobain, Alberto West, Alberto y Alberto Cruz Gaviria****)

PS: Es un texto válido y reflexionable, vale la pena ser leído. No es un texto cómico, así que todo humor provocado en el lector es efecto secundario.

*No es un familiar tuyo.
****Soy tu padre.